Espiritualidad

UNA HERMANA DESCONOCIDA

“Una bruma leve se extiende sobre los olivos y los pinos; y al mismo tiempo, una inefable dulzura se difunde en el mundo. La tierra yace en el aire húmedo, pesada de frutos y satisfecha”… así nos transporta el escritor Niko Kazantzakis al inicio del otoño del año 1226. Francisco de Asís, después de una vida de libertad y alegría, de servicio a los pobres y de pasión desbordada por Jesús, siente próxima la muerte, y se prepara para recibirla como quien recibe a una vieja amiga a la que hay que abrazar, como quien se reconcilia con una hermana querida. “Saliendo con gozo a su encuentro, la invitaba a hospedarse en su casa: ¡Bienvenida seas mi hermana muerte!” (2 Ce 216).

Los hermanos que rodean a Francisco no entienden su actitud; ellos, como la mayoría de los seres humanos, no veían como la muerte podía ser deseable y bienvenida. De hecho, desde el principio de nuestra historia, hemos temido a la muerte, desconocemos qué es morir y qué pasa después… nos vamos a ciegas, y la oscuridad nos da miedo. Hemos visto a la muerte como desgarramiento, como ruptura con la existencia, con el mundo; nos negamos a aceptar nuestra finitud y todas nuestras energías son una búsqueda de sobre-vivir… desde la primera respiración del bebé hasta los más denodados esfuerzos por encontrar la eterna juventud.

Morir, en el sentido más estricto, es “dejar de vivir”. Así tenemos que “vida-muerte” es un binomio inseparable. Por tanto, la comprensión de la muerte, dependerá radicalmente de la concepción que se tenga de la vida. He ahí el secreto total de Francisco de Asís. Para él la vida no fue una búsqueda por sobrevivir, por aferrarse irracionalmente a este mundo sin saber por qué. Para él, la vida tenía un sentido fundamental: amar, amar a Dios en todas sus criaturas, especialmente en los pobres, en quienes “el amor no era amado”. Dios era el sentido de la existencia, de modo que pudo descubrir con la admiración de un niño la belleza de esta vida, a la que recibió no como una propiedad a la que aferrarse, sino como un don completamente gratuito del Padre.

Esta gratuidad de la vida, leída desde un Dios oculto en el rostro de toda criatura, hizo que Francisco leyera la muerte no como ruptura sino como encuentro. Guy Larigaude lo expresará bellamente: “Mi vida entera no ha sido más que una larga búsqueda de Dios. Por todas partes, siempre, a todas horas, he buscado su huella o su presencia. La muerte no será para mi más que un maravilloso encuentro.” Una vida con sentido, no puede sino terminar en una muerte con sentido.

Volvamos a la habitación en la que se encuentra Francisco, tendido en el suelo, completamente desnudo, y rodeado de sus hermanos. Según la obra de Niko Kazantkakis, Francisco exclama: “Mi hermana muerte, tú que esperas más allá de la puerta, perdona a los hombres, no conocen tu noble rostro, y por eso te temen.” Es la tarde del 3 de Octubre, y el Hermano del Universo se queda dormido, tranquila y serenamente, en los brazos de su Dios.

Año tras año, celebramos la fiesta de San Francisco al recordar su muerte bendita, su viaje a la casa de Padre. Que este año, tomados de su mano, podamos reflexionar sobre el sentido de nuestra vida, sobre la razón por la que nos levantamos cada mañana, y al darle sentido pleno a la existencia, podamos también esperar con esperanza el abrazo de la muerte, aquella hermana desconocida, ¡mientras vivimos!